¿Es posible establecer una relación de amistad con Dios? Dios es un ser trascendente, misterioso, sublime. Ya bastante es que podamos tratar con Él como para que además esa relación pueda ser cercana y amistosa. Es normal plantearse esta pregunta. Además, nos sentimos indignos de un privilegio así. La intimidad con Dios no es cualquier cosa. Nuestro corazón busca silencio y soledad, busca la intimidad con Dios y Dios también nos busca.
San Juan Evangelista tenía una gran resonancia espiritual, nos enseña siempre verdades muy elevadas. Por eso se le representa como el águila que ve desde las alturas. Como el águila, Juan se eleva, vuela y disfruta de la libertad de los hijos de Dios.
Así habló al referirse al Dios misterioso y sublime, pero a la vez tan personal y cercano:
“Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos: la Palabra de la vida (pues la vida se hizo visible), nosotros la hemos visto, os damos testimonio y os anunciamos la vida eterna que estaba con el Padre y se nos manifestó. Eso que hemos visto y oído os lo anunciamos, para que estéis unidos con nosotros en esa unión que tenemos con el Padre y con su Hijo Jesucristo.” (1 Jn 1,1-3)
Llamados a la intimidad con Dios
Nos encontramos ante una de las grandes revelaciones de Jesús. Él se presentó como el Buen Pastor que busca a la oveja perdida (cf Jn 10, Mt 18, 12-13), como Padre que espera al hijo que había dejado el hogar (cf Lc 15, 11-32), como el Buen Samaritano que se acerca al herido, lo atiende y lo cura (cf Lc 10,25-37). Y en la última cena nos dijo: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos” (Jn 15, 5a), esforzándose así por darnos a entender el grado de intimidad en que Él concibe su relación con nosotros. Nos ve como parte de su propio cuerpo, por nuestras venas corre su vida. Son enseñanzas de Dios mismo, palabras llenas de verdad e intimidad.
Además de explicárnoslo Jesús con palabras, realizó gestos cargados de sentido, como el hecho mismo de haber tomado un cuerpo y asumir la naturaleza humana para vivir entre nosotros como uno de nosotros, el haber nacido en una cueva, el hacerse rodear de pastores y pescadores, esperar a la samaritana junto al pozo, etc. Cada acto, cada gesto de Jesús está impregnado de mensaje.
El abrazo de Dios
Pero hay un gesto que para mí está especialmente cargado de significado: permitir que Juan se recostara sobre su pecho en la última cena (Jn 13, 23-25). Realizado durante la primera misa, es como un gesto litúrgico, una acción mezclada de contemplación, una acción en orden a la contemplación. Un acto corporal, muy humano, y a la vez lleno de sentido sobrenatural, como debe ser todo gesto litúrgico.
En conversaciones con mis compañeros sacerdotes en que tratamos de visualizar lo que será nuestra relación con Dios en el cielo, con frecuencia aparece la descripción del cielo como “el abrazo eterno de Dios”. (De hecho, mientras planeaba la apertura de este blog de la oración, el primer nombre que pensé para el blog fue “Abrazo de Dios”).
Cuando no logramos expresarnos con conceptos, echamos mano de símbolos. Los símbolos nos transportan a realidades que los superan. Y a través de gestos procuramos expresar sentimientos que no es fácil decir con palabras. ¿Cómo hablar de la comunión de vida con Dios? ¿Cómo hablar de la intimidad con Dios a la que estamos llamados y para la que fuimos creados?
Reclinarse sobre el pecho de Jesús
Jesús permitió que Juan se recostara en su pecho. En lo personal me gusta pensar que no fue sólo una condescendencia por parte de Jesús, sino que conociendo el amor que Jesús le tenía a Juan, él mismo invitó a Juan a reclinar su cabeza en su corazón. Fue un momento en que tanto Jesús como Juan revelaron los secretos de su corazón. Juan recostado en el pecho de Jesús es icono de la intimidad a la que Jesús nos invita en la oración; representación sencilla de la oración contemplativa.
Contemplar esta imagen es algo que serena el alma. Tener la cabeza en el pecho de Jesús significa “tratar de amistad estando a solas con quien sabemos que nos ama” (cfr. Sta. Teresa) y es buscar al “amado de mi alma” (Ct 1,7) Nos ayuda no sólo como composición del lugar en la meditación, a manera de una imagen que recrea nuestra imaginación, sino como algo más profundo, una expresión del tipo de amistad que queremos tener con Jesús, una actitud filial, una experiencia interior; la oración de un corazón que escucha.
En mi oración personal, me sirvo mucho de esta escena. Me hace bien pensar en Jesús invitándome a reclinar mi cabeza sobre su corazón para escuchar sus latidos en actitud de escucha contemplativa.
Don de Dios que hay que pedir
¡Déjame, Señor, posar mi cabeza en tu costado!
La oración contemplativa no es fruto de nuestro esfuerzo, es un don de Dios. Un don maravilloso el enviarnos su Espíritu que nos introduce en la comunión de vida con la Trinidad. Y maravilloso también que esto puede comenzar ya desde esta vida.
“La entrada en la contemplación es análoga a la de la liturgia eucarística: “recoger” el corazón, recoger todo nuestro ser bajo la moción del Espíritu Santo, habitar la morada del Señor que somos nosotros mismos, despertar la fe para entrar en la presencia de Aquel que nos espera…” (Catecismo n 2711)
P. Evaristo Sada LC
http://www.la-oracion.com
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